Creo en la vida eterna
Compendio de su libro
Capítulo I
Que nuestro Padre celestial nos conceda una firme e inconmovible fe en la vida eterna; y, más aún, que vivamos de tal manera que lleguemos a gozar de una eternidad dichosa, y que en la losa sepulcral de cada uno de nosotros puedan inscribirse las palabras que Luis VEUILLOT (1813-1883), el gran periodista católico francés, compuso para su propio epitafio:
“Después de la oración final, colocad sobre mi tumba una pequeña cruz, y en memoria mía no escribáis sobre la lápida sepulcral más que esto: “Creyó y ahora ve”.
¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?” (Mateo 16,26)

¡Qué distinta es la misma muerte según crea o no en la vida eterna!
Muere el incrédulo y también
muere el creyente; pero hay una diferencia tan grande, como de la tierra al
cielo, entre la muerte de uno y de otro. El incrédulo se agarra con
desesperación a la vida que se le escapa. Mas el creyente, a medida que se
acerca al final de su vida se siente más cerca de Dios, se hace más profundo y juicioso,
ora con más fervor. Así espera el momento postrero lleno de solemnidad.
La vida es un correr hacia la
muerte. En efecto: la vida es un morirse continuo, y solamente en la hora
postrera de la vida cesamos de morir.
Realmente, la gran sabiduría de
la vida es ésta: mirarla desde el punto de vista de la muerte, y mirar la
muerte a la luz de la vida eterna. Así, se transforma la muerte en la gran
niveladora y la gran orientadora de la vida. Al triste y al dolorido le dice: ¡Ten
paciencia, ya no durará mucho! Al superficial y frívolo le dice: ¡Cuidado,
todo se acaba muy pronto! Al engreído: ¡Espera, espera un poco, ya verás
qué será de ti! Y al que lucha con tesón haciendo el bien: ¡Persevera,
que al final alcanzarás tu galardón!
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