Hoy me he levantado excesivamente deprimido,
no sé cómo hare para que no se note
demasiado que tengo el ánimo por los suelos.
Cumplimos
casi cinco meses desde el primer diagnostico y según las estadísticas dichosas
nuestro tiempo va pasando inexorablemente. Ninguno de los oncólogos te dará un cálculo
aproximado del tiempo de vida que le queda a ningún enfermo, dado que son innumerables
las variables que influyen en dichos cálculos pero, mes arriba mes abajo, el
destino es el mismo y este se acerca sin que pueda hacer nada para influir en
el.
Ayer
por la tarde casi no diría que se encontraba enferma mientras descansaba en el sofá.
La ausencia de dolor le ha quitado ese rictus característico que marcaba su
rostro.
Comió
mas, incluso merendó un guirlache y una naranja sentada mientras veíamos “El
secreto de Puente Viejo” en el televisor, pero cuando llego la hora de ir al
baño las fuerzas ya no le acompañaron. No me veo capaz de hacerle recuperar
todo el tono muscular que ha perdido porque, en cuanto comience a conseguirlo
de nuevo recaerá y volverá a permanecer tumbada en la cama sin moverse.
Esta
enfermedad es la pescadilla que se muerde la cola; primero te destruye, deja
que te recuperes un poco y vuelve a destruirte hasta que al final acaba contigo
sin que se pueda hacer nada por evitarlo. Es una lucha continua por ganar
tiempo al tiempo.
Ahora
en verdad me doy cuenta de la manera en como lo malgastamos. Me refiero al
tiempo, a nuestras vidas. Siempre estamos dejando lo mejor para más adelante, y
con mejor no me refiero a comprar esto o aquello, ni a ir a un lugar o a otro
de vacaciones, sino a estar con los nuestros, hablar con los hijos, disfrutar
de los nietos, disfrutar de disfrutar. Y muchas veces no tenemos ese tiempo.
Gracias
a Dios, nosotros, hemos tenido una vida plena desde que nos conocimos cuando tenía
dieciocho años. Gracias a Dios tengo una vida plagada de gratos recuerdos para
cuando esto acabe, porque:
“Solo
muere lo que se olvida”
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